Cada vez que sentí la mínima necesidad de volver a este blog, la re-lectura de mis últimas entradas
entumecieron mis dedos.
En parte porque me gustan mucho y, tanto entonces como ahora*,
no tenía nada de calibre similar que ofrecer.
Pero, más que nada, porque me recordaban cómo me sentí y me siento aún
con respecto a sus musas.
Hay algo curioso sobre ese tipo de dolores. Si los dejas, saben esconderse bien.
Esa es su misión. Enterrarse. No dejar ir.
Dales tiempo suficiente y un día olvidarán dónde se escondieron y ya no sabrán volver.
Ay, pero si los llamas antes de tiempo, vuelven a doler.
Estos últimos meses han construido un formidable sistema de aflicción subterránea que palpita
dentro de mí.
Sé dónde están, Mis Dolores.
Escucho sus pasitos aún
y sé que quieren ser escuchados,
recordarme que los corredores están abiertos y el impulso nervioso
tiene una velocidad demasiado feroz para la comprensión humana.
Saberlos lejos, sin embargo, me permite estirarme.
El corazón metafórico también es un músculo, Mis Dolores.
Lo estiro diariamente diez veces por diez segundos dos veces al día. Tres, si hay voluntad.
Un día, se soltará y su red de túneles se habrá disuelto tan lentamente
⎯ diez veces por diez segundos dos veces al día, quizá hasta tres ⎯
que habrán perdido el hilo sin notarlo.
Estaremos juntos para siempre, pero no sabrán doler.
No como antes,
menos que ahora,
inolvidables aún.

*A los demás, que me leen,
solo quería saludarlos.