Bubblegun

Antes de empezar: Escribí esto hace varios años, como parte de otro proyecto, y no he querido editarlo (demasiado). Podría haberlo recortado, es cierto, pero el exceso de detalles es lo que me gustó al releerlo. Me sorprende, me parece tierno (y no recuerdo la última vez que usé esa palabra para referirme a mí mismo). You may not find it as interesting, but you’re still welcome to it.

 

A Brian Molko por el título perfecto.

 

 

En ese momento no lo pensé, pero en realidad era algo importante. Estoy seguro que él tampoco lo pensó, simplemente lo hizo. Quizá luego, mientras caminaba a lo que podría ser un Denny’s o un Wendy’s o cualquier diner de carretera, se detuvo a pensar en ello, no le dio mucha importancia y siguió. Yo tampoco y seguí girando mi dedo sobre Madonna, las Spice Girls y La Macarena. «Tiene que ser», pensé. ¡Con ese playlist no había forma de que no lo fuera! Había algo en él, en nosotros. No iba a cambiar nuestras vidas, pero sería rico mientras durara. Estaba súper inquieto, esperando que volviera.

Cuando aterricé en Miami tuve esa sensación que siempre tengo cuando viajo. Posibilidad. Todo es una puerta abierta, todo me está esperando. Caminé por el aeropuerto con la cabeza en alto y respirándolo todo a mi alrededor, me sentía imparable… hasta que un policía de aeropuerto me detuvo. De pronto, the third degree. Por qué estoy solo, de dónde vengo, a dónde voy, a quién conozco, quién es Tori Amos, cuánta plata tengo, por qué tengo tantas tarjetas de crédito, en qué trabajo, por qué tengo brevete, qué edad tengo realmente, cuánto gano, de qué lado me cuelga. Needless to say, ese rent-a-cop me sacó de mis casillas y me puse tan atorrante como pude. En retrospectiva quizá no fue la mejor de mis ideas. Anyway, después de una larga y lograda imitación de la Paris Hilton peruana, finalmente pregunté, volteándole los ojos, «¿me puedo ir ya?». Me dejó ir.

Fuera del aeropuerto, caí en cuenta de que no tenía la menor idea de por dónde empezar. Había pasado más de una hora, había perdido el bus que pensaba tomar, no tenía los horarios de los que le seguían ni un teléfono al cual llamar. En la calle, llovía. Empecé a sentir un poco de pánico en mi soledad. Llamé a José Carlos, que estaba trabajando en Miami desde hacía unos meses. Su voz, profunda y aguda a la vez, fue una cosquilla en el corazón, un temblorcito en la estructura de mis recuerdos. Cómo me alegró escucharla. Casi podía verlo entrecerrar los ojos y sonreír al caer en cuenta de quién lo llamaba, el amigo gay que se pasó buena parte de la amistad enamorado de él. Conversamos un rato, tenía que irse a trabajar. Le pregunté dónde y me dijo «Pizza Hut», pero con José Carlos nunca se sabe. Encontraba un placer exasperante en decirme mentiras tontas. Con el paso de los años, dejé de preocuparme en si creerle o no. Me daba risa no saber. Le dije que debía tomar un bus a Orlando y que lo vería cuando vuelva. Creo que nunca lo vi.

La lluvia terminó tan intempestivamente como empezó. Me calmó en algo. «Al menos no me voy a mojar», pensé. «A la mierda, iré a casa de mi tía», me dije y tomé la J, que un par de inviernos antes conocí tan bien. Maletín en mano, mirando la ruta con atención. Al llegar a casa de mi tía, dejé la paranoia y me recompuse. Descansé, comí algo, llamé a la estación de buses, al hostal al que llegaría en Orlando y al taxi que debía llevarme a él. Volví a sentir la Posibilidad soplándome la cara, la aventura haciéndome cosquillas, todo estaba listo. Salí a cenar con mi tía y en un abrir y cerrar de ojos estaba sentado en la estación del Greyhound esperando mi autobus.

Miré a la gente a mi alrededor. Harta minoría. Uno que otro redneck me miraba, sacudiendo los bigotes. No estaba preocupado, pero sí aburrido y supuse que lo estaría por varias horas. De pronto entró una pareja mayor, ligeramente obesa (aunque este no es un atributo que resalte en Miami), mirando para todos lados. Detrás de ellos entró su hijo. Mis ojos se abrieron como un par de vinilos. Era un chico flaquito, sonriente, de cabello castaño oscuro y unos preciosos ojos café, tan enormes como sus pestañas. Se le veía bastante joven con su jean pitillo, la camiseta blanca y una mochila a cuadritos pintarrajeada. Un look ligeramente hipster, en una época donde ser hipster era RECONTRA hipster porque aún no existían. Pero él era irrespetuosamente guapo, so I didn’t hold it against him.

De pronto reparé en lo que estaba pintado en su morral. Era una imagen de Regina Spektor, del video «Us«. Mi corazón se saltó un par de beats. ¡Tenía de qué hablarle! Acto seguido empecé a pedirle a Godney que por favor lo pusiera en mi bus. Que se suba a mi bus, que se suba a mi bus, que se suba a mi bus, que se suba a mi bus, que se suba a mi bus, que se suba a mi bus… «The 11:45 bus to…  Orlando… is now boarding at gate 2«. ¡Que se suba a mi bus, que se suba a mi bus, que se suba a mi bus! En todo ese tiempo, mientras pateaba mi maletín hacia la puerta de embarque, no le había quitado la vista ni un segundo. Sus padres me miraban. No me importaba, yo lo miraba a él. El mocoso bello seguía su camino hacia la terminal y sí, se dirigía hacia mi bus.

Cuando nos acercamos al bus, me puse detrás de él. Subimos y todos se fueron hacia el fondo (algo que yo jamás haría porque lo odio; además quería estar cerca del chofer, por si acaso). Él no se sentó de inmediato. Estaba evaluando los asientos delanteros buscando el mejor. Yo hice lo mismo. Mientras nos acomodábamos hice todo lo que pude por hacerle notar que veía su mochila. Finalmente me miró mirarlo. «Is that… Regina Spektor on your bag?», pregunté. El niño arqueó las cejas con sorpresa y sonrió, se le veía más lindo aún. En ese momento noté sus labios, en los que no había reparado antes. Súper lindos, rojos y carnosos. «Yeah! You like?», me dijo. «I love!», respondí. «I’m actually on my way to Atlanta to see her live». «Ha! I’m on my way to Orlando to see Tori Amos». La coincidencia nos acercó, pero no nos habíamos animado a sentarnos juntos. «I’m Jake, by the way».

Luego de una parada – en la que se subió una camionada de X-Zibit lookalikes -, se hizo evidente que conversar de asiento a asiento sería bastante incómodo y eventualmente imposible, pues el bus se llenaría. Le hice una seña con la cabeza, un deseo desesperado disfrazado de un sutil «ven». Me sonrió y se sentó a mi lado. Yo me derretí y así empezó el viaje. Conversamos de música, conciertos, videos, de Regina, de Tori, de mi viaje, del suyo. Le dije que acaba de ver a Björk en mi país y que había sido espectacular. Le enseñé videos que tenía en mi celular, se asombró del rugido de la gente, que se comía la potente voz de la islandesa. No podía dejar de verlo. Era demasiado lindo el csm. Lo más cute era su manía. Cada vez que me sorprendía mirándolo – que, no point denying it, era seguido -, hacía la cabeza un poquito hacia atrás y me guiñaba un ojo, todo en un rápido movimiento. Me babeaba jo-di-do cada vez.

Sacó su iPod y vimos un concierto completo de Regina Spektor. Me iba hablando de cada canción, de por qué le gustaba, de cuántas veces la tocaba, de que él tocaba el piano y yo me comía cada palabra como chocolates que se deshacían en mi cerebro. Hablamos de mi país, de si alguna vez había ido, de cuántas veces había ido yo al suyo, de si conocía a alguien en Orlando, todo lo que una persona le preguntaría a otra en nuestra situación. De pronto, un tipo que estaba, aparentemente, muy aburrido atrás se sentó delante de nosotros y nos empezó a hablar. LO ODIÉ. Cada vez que abría el hocico y me robaba su atención, lo odiaba más. Cada vez que Jake me miraba mirarlo y me guiñaba el ojo moviendo la cabeza, volvía a ser feliz. Diecinueve años, ¡mi karma de la época!

Después de un largo rato de ser interrumpidos por el tipejo ese, apagaron las luces y todos dejamos de hablar. El tipo se acomodó para dormir, pero continuaba hablando de rato en rato. Jake escuchaba su iPod; yo, mi cel. Habían pasado varios minutos, quizá una hora, no lo sé, cuando el bus paró intempestivamente y subió un oficial de Homeland Security. «I need to see some ID’s«, nos ordenó, con ese tono de tombo gringo, que aguanta la respiración y escupe ruidos cortos, aglutinados. Yo saqué mi pasaporte y sonreí. Me miró. Me volvió a mirar. «Pe-ruh«, sonrió. «What brings you to America?«, indagó. «I’m going to a concert in Orlando the day after tomorrow«, le dije entusiasmado. Me devolvió el pasaporte sin mucha ceremonia y siguió su recorrido por el bus, que terminó con el arresto de dos jamaiquinos. So dramatic. Jake me guiñaba el ojo moviendo la cabeza.

Volvimos a conversar, ya sin las interrupciones del tipo de adelante. Me dio un audífono de su iPod y me enseñó lo nuevo en su colección. Luego me dejó buscar lo que yo quería. Se puso un hoodie azul, se echó la capucha encima y, ya que yo seguía antento todos sus movimientos, me miró y me sonrió. ¡Qué lindo era! Estaba hechizado. Seguimos escuchando música hasta la siguiente parada. El anciano chofer anunció que teníamos 15 minutos para ir al baño, comer, caminar o fumar. Acto seguido, se bajó. «I’m gonna get something to eat, want anything?«. «I’m good, thanks«. «Oh, you can keep it ‘til I get back«, me dijo, señalando el iPod. Asentí, guiñó el ojo y se bajó. Lo miré por la ventana. ¡Tan flaquito!

Le di la vuelta olímpica a su iPod y encontré literalmente de todo. El gusto musical no revela la orientación sexual de una persona… pero se acerca un huevo. Madonna, las Spice Girls y… ¿La macarena? ¿En el iPod de un chico straight? Highly unlikely! Le di cien vueltas en mi cabeza como un lornaza. De pronto volvió, con unas grasientas papitas y una sonrisa. Se sentó bruscamente y me miró, apretando los labios, como un chiquito. «I’m not gonna finish this whole thing so you can have some if you like«. Piqué. Más porque me lo había pedido que por hambre. Volvimos a escuchar música, con breves diálogos entre canciones. «Si fuera gay, ya habría hecho algo», pensé. Súper pavo, yo tampoco hacía nada.

Estaba mirando por la ventana cuando sentí un golpecito en el hombro. «You want?», me dijo, poniendo un paquete de chicles en mi nariz. «Sure«. Al cabo de un ratito, pop. Silencio. Pop. Volteé a verlo, estaba haciendo globitos y mirándome. Morí. Empecé a hacer globitos yo también. No paré en todo el camino, incluso cuando él dejó de hacerlo. Cada vez que reventaba uno, él se reía, ¿por qué iba a parar? «So, listen, we’re gonna be in Orlando soon and, um, do you have a phone number or…?«, le dije. «Yeah! I was gonna say!«, me interrumpió riendo. Me dio su e-mail, teléfono y myspace (calculen qué vieja es esta historia). Antes de darnos cuenta, habíamos llegado a Orlando. Nos despedimos sin pena ni gloria.

En el taxi no podía dejar de pensar en lo churro que era. En lo straight que quizá era. En lo gay que era su iPod. En lo ricas que estaban esas papitas. En lo mucho que me gustó ese demi gileillo. En el papel con sus datos que tenía en el bolsillo. En la inocencia casi escolar que me contagiaba. En lo mucho que marcaba el taximetro. En muchas cosas, pero no reparé en la confianza y naturalidad con la que un completo extraño me había dejado todas sus cosas mientras bajaba a comprar comida.

En ese momento no lo pensé, pero en realidad era algo importante. Estoy seguro que él tampoco lo pensó, simplemente lo hizo. Quizá luego, mientras caminaba a lo que podría ser un Denny’s o un Wendy’s o cualquier diner de carretera, se detuvo a pensar en ello, no le dio mucha importancia y siguió. Yo tampoco y seguí girando mi dedo sobre Madonna, las Spice Girls y La Macarena. Pero esa confianza inexplicable que a veces te despierta un total extraño, tan fuerte como involuntaria, ahora me sorprende. Como dije, muy rico mientras duró, aunque fuera lamentablemente platónico. Por varios días, cuando comía un chicle y lo reventaba, sonreía como un idiota porque tenía su risa en mi cabeza. Pop, Pop, Pop, como una balacera sabor a plátano.

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