Tres párrafos sueltos de momentos diferentes conversando.
No, realmente no lo recuerdo. Quizá algunos chispazos, pero no realmente. Tenía solo cuatro años. Recuerdo muchísimas personas, rodeándome como torres. Miraba hacia arriba y sus rostros deformes me decían que algo estaba mal. Sentí la gravedad de la muerte sin saberlo, estaba en el aire. Es mi primer recuerdo. La sirena de la ambulancia y la eficiente y agitada carrera de los paramédicos electrizaban el ambiente. No era normal. Alguien me abrazaba en una esquina, cubría todo mi cuerpo con el suyo y lloraba. Lloraba y me peinaba con sus lágrimas. A veces no sé si lo soñé, ya más grande, cuando me enteré de lo que hice. Encuentro difícil de creer que un niño tan pequeño pueda recordar algo así, pero la forma en que todo oscureció de pronto marcaría a cualquiera, supongo. Si alguna vez tuviste un sueño que se transformó en pesadilla sabes a qué me refiero. Es… como una caída brusca en espiral en pleno eclipse. En un segundo, toda la luz se escurre y el corazón te late más y más fuerte, porque sabe que algo horrible está pasando, pero no puede ver qué es. Das vueltas y vueltas tratando de descubrir la maldad detrás de ti, hundiéndote más y más. Usualmente ahí es cuando despiertas, pero, en mi caso, fue allí donde me quedé dormido. Pronto lo olvidé, como un mal sueño. «Un único tiro en el pecho«, decían los reportes. Nadie había querido decírmelo.
A mi derecha, un grupo de hombre jóvenes hacen ejercicio en las barras públicas del parque. La energía que emanan es tan diferente a la del resto de personas en el parque. Son como animales, hermosos y ágiles, saltando unos encima de otros en espectacular sincronía. Son movimientos coreografiados y viriles, no una carrera desesperada por verse bien como los hombres que pasan a toda carrera con sus polos de maratonista y sus chips en la zapatilla. Ellos lo disfrutan y yo los disfruto. Es un espectáculo intenso. La belleza de la juventud es lo único que me distrae de la calma del mar. «No eres de las personas que pueden no hacer nada», me dijo. «Me temo que si dejas de hacer esto, no encontrarás algo nuevo que hacer. No lo buscarás siquiera, simplemente te dejarás ir». Me conoce bien. Sabe que soy de los que necesitan nadar para no hundirse. ¿Pero vale la pena seguir nadando cuando estoy tan cansado? ¿Y qué si quiero flotar, cómo sabe que no puedo?
Al regresar a mi piso, siento que todo está resuelto. La decisión está tomada. Lo dejaría todo por la oportunidad de liberarme, de sacarte de mí, de olvidar la muerte de mi padre. Siempre lo supe. Eventualmente tendría que escribir un primer libro y terminaría siendo sobre ti. Qué numerito has montado. Qué largos y robustos son los hilos que has tejido alrededor de nuestras vidas. Te llevo como un tatuaje en la nuca, sólo otros pueden decirme que aún estás ahí. Como anoche, cuando mis amigos me hablaron de ti. O hace un momento, en el parque, cuando ella me preguntó si sabía algo de ti, si te había vuelto a ver, si me había enterado de tus deudas. Debo confesar que tengo miedo. Me aterra que todas estas charlas sean la antesala de la guerra que nos debemos tú y yo. Te siento, como un animal que palpa el peligro que vibra en la tierra. He dicho demasiado, me he reído muy fuerte y quizá haya traído de regreso al monstruo que hace tantos años dejé atrás. Esta noche no podré dormir, así que mejor será empezar desde el comienzo. Y si no lo termino, si me hundo antes… pues, qué suerte la tuya, ¿no?
El riesgo de ahogarse por la oportunidad de respirar… yo lo tomaría.