Un día la encontraron tirada en el suelo y no se levantó más. No hablaba, no comía, no se movía. Los médicos concordaron que era una especie de demencia, muy similar al Alzheimer, pero la velocidad con la que se había apoderado de la abuela, de un día para otro, de buenas a primeras, era atípica de esta condición. Daba igual, el resultado era el mismo al final del día.
De pronto la abuela requería cuidados que mi madre y sus hermanas no podían darle. Todas tenían familias y casas y trabajos y vivían muy lejos y fulanita también estaba enferma y el marido de mengana estaba muy estresado y debería ir Claudia más seguido porque ella es oncóloga y eso qué tiene que ver si la mamá no tiene cáncer. Todas apresuraban las excusas, pisándose burdas las unas a las otras, intentando desembarazarse de la culpa que despierta la verdad: no quiero ser yo quien cuide de este ser anormal, de esta monstruosidad, que ya no es madre de nadie.
Mamá, como la abuela, era viuda y solo me tenía a mí. Habría sido la elección natural y unánime de todas la hermanas, pero todas me conocían bien. Sabían que requería tanto o más cuidado que la abuela. Tomó a todas por sorpresa que, luego de dos semanas de compartir la responsabilidad de medicarla, rotarla en la cama, alimentarla por sonda, lavarla y cambiarle los pañales, mi madre decidiera mudarnos a la casa de la abuela y hacerse cargo de ella exclusivamente y a tiempo completo.
Una tarde, mi madre nos colocó a ambas en nuestras respectivas sillas de rueda y nos llevó al patio interior de la casa. Dispuso las sillas lado a lado y se marchó. Recuerdo que cuando mi padre aún vivía solíamos fantasear con heredar esta casa y convertir la mitad de ese patio en una piscina, donde yo mejoraría y volvería a caminar. Pero no sucedió. Volví mi silla para observar a mi madre a través de los macizos ventanales que separaban el patio del comedor. Estaba poniendo la mesa, como siempre. La mano huesuda de mi abuela se ciñó con fuerza alrededor de mi pálido antebrazo. “Lárguense. Lárguense de acá”, roncó la garganta aún irritada por la sonda. El ruido puntiagudo de la vajilla que siempre me regresaba al hogar, sonaba cada vez más débil, como si el mundo se estuviese arrojando lejos de mí.
«¿Qué… dijiste, abuela?», nunca logré decir.