Efraín, pt. 2

V.

La mañana después de su fiesta de cumpleaños, estábamos acostados en mi cama y le llevé la última sorpresa: una tarjeta firmada por todos sus amigos y, claro, por mí. Lindo, ¿no? Efraín también lo pensó. Me observaba y sonreía. Los enormes ojos cafés, las pestañas eternas, los bucles castaños cayendo sobre los hombros y una sonrisa dulce y pesada como la miel. Me miraba con… no lo sé, satisfacción. Yo me sentía completo en esa mirada. Sentía que nadie me había mirado así, como yo quería. De pronto, me dio un piquito que me tomó totalmente por sorpresa. Sentí la electricidad de su impulso sacudirme de pies a cabeza. Envalentonado por el gesto e insatisfecho por la corta duración, se lo devolví. ¡Hubiera querido que dure cien años! Pero me engañaba.

¿Quién me engañaba? Efraín, claro, pero más importante aún, yo mismo. Por mucho tiempo, ese piquito fue todo lo que hubo entre nosotros. Bueno eso y acostarnos, abrazarnos, dormir, ¿recuerdan? Era la única «prueba» de que lo nuestro no podía ser totalmente imposible solo… difícil. Me aferré a ese besito fugaz, clandestino, con todas mis fuerzas porque si lo soltaba lo habría perdido todo. Esperanza incluida. Sabía que ese beso tenía que significar algo, aunque ninguno estuviera seguro de qué. Así que me mentí. Ignoré la realidad de plano. Omití el hecho de que, la noche anterior, el muy hijo de puta había estado metiéndole la mano a una perra de mierda en mi propia sala. Simplemente lo bloqueé, porque de no hacerlo, no hubiera podido seguir peleando.

O sea, imagínense la figura y comprenderán el por qué de mi delirio: Yo, enamorado hasta el cerebro pese a conocerlo relativamente poco y no haber tenido nada físico con él, le organicé una fiesta de cumpleaños en mi casa. Uno. Hice todos los arreglos del caso: invité a la gente, hice las llamadas, compré cosas para picar y beber, llevé la pinche torta y toda la mierda. Van dos. Le regalé su disco favorito de Nirvana: In Utero, el cual, por cierto, era imposible de conseguir en el año 2000. Ya son tres. Le regalé una tarjeta que hice firmar por todos nuestros amigos. Cuatro. Ahora que lo leo, tengo sentimientos encontrados. Por un lado digo, mierda, ¡qué lindo soy! Pero por otro digo ¡pero qué cursi hasta el culo! ¡Yo también me habría dejado! jaja

En fin, todos mis regalos no pudieron compararse a la zorra ebria que le llevó ese provinciano maligno cuyo nombre ni siquiera me molestaré en mencionar/inventar. ¡Aj! Tuvo la concha de decir «te la traje de regalo». ¡Maldito huanuqueño troglodita que piensa que cualquier perra es moneda local! Nunca me sentí más peligrosamente homicida que esa noche de agosto. ¿Qué hice? Pues una escena no podía armar. Estábamos en mi casa, con todos nuestros amigos y mi familia por los alrededores. ¿Qué más podía hacer? Me embriagué. Al máximo. Tomé y tomé como si no hubiera un mañana. Tenía que incapacitarme al punto que no pudiera pensar en la puta de mierda revolcándose sobre mi no-novio y, peor, ¡sobre mis muebles! O por lo menos quedar lo suficientemente aturdido para no poder levantar un cuchillo.

Pues sí, todo eso ocurrió. ¡Y yo que le canté el jodido Happy B-day! Pensar que, cuando aparecí con la torta, me encerró en la sala, a oscuras, y me abrazo como si quisiera comerme con el pecho. Es más, me dijo algo totalmente cursi y empalagoso, no recuerdo qué, solo recuerdo que me hizo sentir en las nubes. Pero todo eso es mierda cuando la primera zorra ebria se tambalea por mi jardín. Se fue con ella, hasta que ella decidió irse sola, entonces volvió conmigo, a contarme lo bien que le había ido, las cosas que le había hecho y lo que les quedaba pendiente. Toda mi relojería visceral se trabó. Me quería morir. Él me abrazó, feliz de tenerlo todo. Nos quedamos dormidos antes que yo pudiera llorar en silencio.

La mañana después de su fiesta de cumpleaños, estábamos acostados en mi cama y le llevé la última sorpresa: una tarjeta firmada por todos sus amigos y, claro, por mí. Yo ya sabía que él no me quería; pero salí de la cama, bajé las escaleras, recogí la tarjeta y se la di de todos modos. Entonces él me respondió con aquel beso fugitivo que me destruyó el cerebro. Creo que ese fue el momento exacto en que perdí la razón por él. Si bien ya estaba medio desquiciadito por cerrar los ojos ante la puta de babilonia que había estado con él horas antes, después del piquito me recibí de demente con mención en imbécil. Me enamoré perdidamente, y cuando digo perdidamente me refiero a que estaba dispuesto a perder-me por él; perder mi cordura, mi amor propio.

Entonces empecé a fantasear con roche, a seguir intentando que el muy mierda me reconociera como más que un amigo. También empecé a temerle a las chicas. Mi competencia directa, quién lo creería. Sentía pánico ante cualquier estúpida que lo mirara con aprobación. Sabía que se me escaparía a la primera oportunidad. Todos esos temores se fueron cuando me dio el beso más rico que me han dado hasta la actualidad. Paradójico, realmente, considerando que Efra era el peor besador del mundo. El hombre simplemente no sabía lo que hacía. Lo que hace el amor… o creer que hay amor.

Pero no debí haber abandonado mis temores tan pronto. Finalmente sí me dejó por una chica, tal y como yo siempre supe que lo haría. El muy cobarde, nunca pudo decirme que me amaba como más que un amigo, aunque ambos sabíamos que era cierto. Hizo de un closet un hogar. Espero que la novia actual – que es mi amiga, por cierto – no se sofoque ahí adentro. Ciertamente, ella no se merece al cabro (en todo el sentido de la palabra) que tiene por novio.

VI.

Era un día cualquiera, en realidad. Ni siquiera recuerdo lo que estábamos haciendo. Efra se acababa de mudar a su nueva habitación en el garaje. Recuerdo que cuando aún estábamos en su antiguo cuarto, un hueco en la pared del tamaño de mi closet, se quejaba de lo pequeño que era y decía que quería irse al garaje. «Además, ahí no me van a joder si pongo mi música a todo volumen», dijo. Yo asentía. Los meses habían pasado y finalmente su familia lo había desterrado casi fuera de la casa, como él quería. Tenía cajas llenas de porquerías tiradas en el suelo y muebles sin acomodar. Sonreía y me mostraba dónde pondría todo. Estaba tan contento. Me senté en la cama y una caja llamó mi atención. «Son mis juguetes», me dijo algo avergonzado. Mi rostro se iluminó y sentí un «¡¡¡qué lindo!!!» subiendo por mi garganta. Pero me lo tragué. Cuando abrí la caja, ahí estaba, mirándome de perfil. El caballito.

He pasado buena parte de mi infancia enfermo. En hospitales, en quirófanos, en cama. Cuando tenía siete años me internaron una noche en el hospital. Una de las tantas noches que pasé en un hospital. Se me había cerrado el pecho y no podía respirar. Me tenían en observación. Mi madre me prometió que se quedaría conmigo toda la noche, estaba tranquilo. Me quedé dormido y mi mamá se fue. Una promesa rota que pasa desapercibida no daña a nadie. Lamentablemente para ella (y definitivamente para mí), me desperté. Al no verla ahí y encontrarme en un lugar oscuro y hostil, entré en pánico.

Me bajé cautelosamente de la camilla y empecé a deambular por el hospital. Me paraba frente a las personas que encontraba y preguntaba con los ojos bien abiertos «¿han visto a mi mamá?». Nadie me daba razón. Vi la puerta. El objetivo era claro: encontrar a mi mamá. Eché a correr hacia la puerta a toda velocidad (o lo que a mí me parecía toda velocidad) y fui interceptado por una vil enfermera. Grité, lloré, la pateé. «¿Dónde está mi mami?», le dije. «¡Me mintió! Me dijo que se iba a quedar y no se quedó», lloré. La enfermera, lejos de ser comprensiva con mi dolor infantil, se puso singularmente agresiva y me llevó a rastras al cuarto. Yo grité como un loco. Ahora que lo pienso, debieron ejecutar a esa mujerzuela. ¡Era un niño con asma! Yo hiperventilaba si pasaba una polilla, ¿cómo se le ocurre someterme a semejante estrés? En fin. Lo siguiente que recuerdo es haber sido amarrado a la cama. Again, ¡qué hostil!

Cuando desperté, mi mamá estaba ahí. Le dije su vida (o lo que a mí me pareció su vida), me pidió disculpas. Le conté lo que me había hecho esa mujer gorila. La llamaron. La confronté y le dije que me había amarrado a la cama ¡y que era una tremenda hijadeputa! Bueno, la versión de siete años de esa frase, cualquiera haya sido. La maldita lo negó, ¡lo negó todo! «¡No mientas, hijadeputa!», le dije. Bueno, not exactly, pero ya me entienden. Dijo que yo exageraba. Mi mamá, obviamente, me creyó a mí. Se fueron un rato. Me imagino que a flagelarla. Nunca supe el desenlace de aquello. A mí me mandaron a jugar.

Caminé por el hospital, habían otros niños. Me parece que ya había conocido a alguno que estaba en la camilla de al lado. También podría estarme confundiendo con mi estancia en un hospital de Washington. O con un episodio de «Los años maravillosos». En fin, el punto es que habían niños. Mi mamá había llevado mis juguetes. Yo los arrastraba por el hospital, sin saber dónde aparcar. Me senté, finalmente, en un cuarto de juegos bastante amplio, con otros niños. Yo no era (aún no lo soy) el niño con la personalidad arrolladora que se podía sentar a hacer amigos sin esfuerzo. Me senté solito, en el suelo, en algún lugar del cuarto. Me puse a jugar con mis caballitos.

Eran unos caballos de plástico sin mayor gracia, pero a mí me encantaban. Los tenía en una gran variedad de colores: Negros, blancos, marrones, grises. La gran mayoría de ellos habían pasado alguna noche en el establo de mis dientes. Tenía la manía de morderles las patitas y la cola. Desde muy temprana edad fui un niño con una ansiosa fijación oral (jaja). Aún me como las uñas, es terrible. En fin, estaba ahí, sentado, jugando con mis caballitos, cuando se acercó un niño. For the life of me, no puedo rercordar a ese niño. Simplemente no puedo, ni siquiera al día siguiente pude recordarlo. Era como si me hubiera cegado. El niño es un manchón negro en mi memoria, una silueta a contraluz. Me dijo algo, no recuerdo qué, pero no fue nada bueno. Le respondí, tímido pero decidido. Sostuvimos una breve conversación (el tipo de conversación que tiene un niño de siete años con uno ligeramente mayor).

Terminamos peleando, no recuerdo ni cómo ni sobre qué. No peleando a lo todos los niños en círculo y nosotros en medio del cántico «¡pelea, pelea!». Eso es un capítulo de «Carrusel». Fue un pleito verbal sobre sepa Buda qué. Solo recuerdo que me ofendió. Lastimó mi pueril autoestima. El otro chico ganó. Fue muy malo, más malo que yo, que fui siempre un niño bastante inocente (quién lo diría). No recuerdo qué pasó. Solo recuerdo que ese engendro estaba totalmente dispuesto a herirme, a hacerme llorar, lo veía en sus ojos, lo sentía en sus palabras. No recuerdo si dejé mis juguetes tirados o no. No recuerdo otra cosa que las lágrimas brotando y las irreprimibles ganas de ver a mi mamá. Corrí hacia ella, que no estaba muy lejos. Lloré y le dije que quería irme de ese lugar horrible. «¿Qué pasó, hijito?», me preguntó. No le dije del niño horrendo que me había molestado, o quizá sí. Mi mamá se disculpó, se despidió y nos fuimos. Fue el primer niño que me hizo llorar. Una postal del futuro.

Cuando abrí la caja, doce años más tarde, ahí estaba, mirándome de perfil. El caballito. Me quedé quieto por un segundo. «Mira, este es mi robot», me dijo Efra, como un chiquito. Yo sonreí, pero no presté atención. Tomé el caballito y lo miré por todos sus costados. «¿Qué pasa?», preguntó. «Yo tenía un caballito así, varios de hecho», le dije. Me miró por un rato. Yo lo miraba intentando recordar qué sucedió con mis caballos. Una vez, mucho tiempo antes, Efraín me había confesado que tenía la impresión de «conocerme de antes». «No en otra vida, yo no creo en esas huevadas; solo… antes. No sé, de niños», me dijo. Yo le había dicho que fui una infamia infantil, que pasé mi niñez en hospitales e hice padecer a mis padres con mis múltiples fallas de fábrica. Él me había respondido que, precisamente, creía haberme conocido en un hospital. «No me caías bien», me dijo arrugando la nariz.

Mientras miraba al caballito, ese recuerdo se fundió con aquellos del niño que me hizo llorar en el hospital. ¿Era posible? Se lo conté. Le conté lo poco que recordaba, con todos los detalles que podía exprimirle a mi cerebro. Efraín sonrió. Por un momento pensé que parecía recordarlo. Pero su mente estaba tan nublada como la mía. Sin embargo, ambos teníamos un recuerdo insólitamente similar. Estaba pensando lo mismo que yo. ¿Era posible? ¿Luego de todos esos años había vuelto a encontrar a ese niño del hospital? No podía ser. Nos reíamos como estúpidos, estábamos totalmente sobrecogidos por la idea del destino. En ese momento recordé que ese niño tenía algo. Una fuerza. Sabía que me lastimaría pero me atraía. No sexualmente, morbosos, ¡era un niño! Me refiero a… algo. Una energía, no lo sé. La pregunta quedaba en el aire. ¿Me había venido a enamorar, doce años más tarde, del primer niño que me hizo llorar? «Yo no recuerdo haber tenido un caballito de ese color», me dijo

VII.

Sentado en el terral, mirando sus rodillas, entendí que todo había terminado. «Todo es tu culpa», gritó Efraín. «Si todo se va a la mierda es por ti, porque yo aún quiero ser tu amigo y si tú hicieras algo, si te importara, podríamos serlo. Pero sé que no lo vas a hacer, así que… a la mierda». Sonó casi sincero. Then again, todo suena más real si lo dices enérgicamente. Y así habló él. Cada una de sus palabras eran un puñal, terriblemente decidido a trozar mi carne. Pero falló. Cada machetazo trituraba las cadenas que me ataban a él. Era cierto, yo no haría nada. Ya no me importaba. Había tomado mi decisión. Lo amaba, pero me hacía profundamente infeliz. Cuando todo hubo terminado, el peso de dos años de desamor se escurrió de golpe. De los hombros a los pies.

Me levanté, me sacudí el tiempo del alma y el polvo del pantalón. Lo miré a los ojos. «Adiós, Efraín». No hubo silencio. «Chau», exhaló de inmediato, cortante, mirando al suelo. En ese momento vi a Efraín como nunca antes. Derrotado. No puedo describirlo, fue algo en su respiración. Algo cambió. Con ese último suspiro, la guerra terminó. La esperanza, su amor por mí, nuestro pasado, habían dejado el edificio. Ya no quedaba nada, solo la calma de saber que estábamos parados sobre las cenizas de todo lo que alguna vez nos habíamos dicho y no había más que hacer. Nuestra historia se quemó hasta el suelo. Sin ruinas, sin monumentos, sin souvenirs.

Quería llorar. Sentía que tenía que. If I didn’t grieve for our story, who would? Él ciertamente no lo haría. Mi piel adolescente se había desgarrado en el transcurso de aquellos años y los jirones cayeron uno a uno en el camino. Nada me dolió tanto como aquello. Nada me ha vuelto a doler igual. El corazón solo se rompe una vez y no se cura. Sin embargo, se puede vivir con un corazón roto. Se puede vivir con una segunda piel. Se puede vivir después de un amor que arañó hasta los huesos, porque los huesos siguen ahí. Dolidos, atacados por la fiebre más intensa, pero enteros. El (des)amor más duro no puede partirte los huesos. Así que levántate y camina. Me dolió como la buena mierda, pero me levanté y caminé. Y no. No lloré. Ya para qué.

Hablamos mucho ese día, antes del final. Nos dijimos todo. Le dije que estaba enamorado de él y que no me arrepentía, que no me avergonzaba, que no me disculparía por querer más. «¿Tú crees que para mí es fácil escucharte decir eso?», me preguntó. «Eres mi mejor amigo». Su mejor amigo. Lo peor es que era cierto, o alguna vez lo fue. Al final nada de eso importa. No hay sentimiento que resista la crueldad de los amantes y nosotros fuimos muy crueles. Nunca pude disfrutar siquiera de aquella vez que me dijo que me amaba. Fue un momento bello, escrito en la arena húmeda de un día perfecto. Pero el amor que se confiesa sobre la arena no vale nada. El mar se lo tragó. El mar se tragó todo. Y yo me dejé llevar por la corriente. Preferí ahogarme en su sabotaje que defender garabatos en la arena. ¿Quién puede detener el mar después de todo?

Sentado en el terral, mirando sus rodillas, entendí que todo había terminado. No me sentía triste ni contento. No sentía nada. Estaba exhausto. No me quedaba pelea. Tenía diecisiete años cuando conocí a Efra. Aquel día en el terral, tenía casi veinte. Todo ese lapso, luché por él contra él. Puedo decir, sin lugar a duda, que lo peor de luchar una guerra perdida son las pequeñas victorias. Por un momento olvidas que el final ya está escrito. Aquel día, me rendí. Lo dejé ganar y ambos perdimos. Qué sensación tan inexplicable. Sus rodillas como barrotes frente a mí, alejándose cada vez más. Qué final. Cae la cortina y el escenario se hace polvo. Hasta hoy (curiosamente, tu cumpleaños), no puedo reconocer lo que sentí. Todo estaba cubierto de cenizas.

 

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